El abismo del 2000. Muchos temían en ese momento por la crisis informática; se venía -aseguraban- el apagón universal, y profecías de todo tipo circulaban por todo el mundo. A los jóvenes cocineros Verónica Morello y Charly Forbes, el cambio de milenio los encontró trabajando en un pequeño restaurante francés, en Recoleta, Buenos Aires. La llegada del año 2000 fue para ellos el inicio de una relación, el año del flechazo. También, fue el preámbulo de un proyecto gastronómico que se consolidó un tiempo después en L'Atelier, un bistró que lleva 20 años abierto, y funcionando, igual que el matrimonio. Un salón donde todo es como en París, pero en pleno Acassuso.
La primera sede del restaurante fue en La Lucila, en 2004, y la pareja recuerda que, en esa época, la inversión inicial fue de 10.000 pesos. ¡El dólar estaba a 3 pesos! Me acuerdo patente -dispara Morello casi entre risas-. No sabíamos nada de negocios ni de cómo montar un restaurante. Pusimos todos nuestros ahorros y compramos el fondo de comercio, que era barato en ese momento. Nos ocupamos de todo, y cuando estábamos por abrir ya no teníamos más plata ni para el cartel de la puerta. A último momento -agrega Morello en un guiño cómplice a su socio, y marido- nos salvó tu mamá que nos dio lo que hacía falta.
Eran jóvenes y el entusiasmo sobraba, pero estaban convencidos de que habían hecho el antinegocio. Eso sí, el concepto del bistró, las reglas de cómo había que trabajar en la cocina y el servicio que querían dar estaban claros. Gastar en mantelería, copas, cubiertos y sillas nuevas era la prioridad. Después íbamos mejorando el resto del salón en la medida que ingresaba algo de dinero, confiesa Morello, que sigue al frente del salón. Pasaron los años, la familia se agrandó con la llegada de dos hijos y el salón también creció, con un nuevo espacio en Acassuso, en el que hoy celebran dos décadas desde aquel día en que casi abren al público sin el cartel de L'Atelier en la puerta de entrada.
El antinegocio no solo funcionó, sino que perduró en el tiempo y continúa como una de las últimas pinceladas de la cocina francesa de renombre en Buenos Aires. Un lugar que conserva a muchos de los clientes que apostaron por ese nuevo bistró parisino en aquel entonces, al que hoy siguen recomendando de boca en boca entre el bullicio de otros fenómenos que se impusieron en la tendencia gastronómica porteña, que parece haberse encaprichado con las cervecerías artesanales o las hamburgueserías. Un lugar ideal si hay ganas de probar un típico plato francés, como puede ser el magret o el confit de pato -que se preparan con la pechuga o la pata del animal, respectivamente-; uno de los clásicos manjares de la madre de todas las cocinas, y que ya no se consiguen fácilmente en la ciudad.
¿Cómo se hace para compartir trabajo, amor y negocios durante 20 años?
Han sido muchísimos años, es cierto. Cuando tomamos la decisión éramos dos niños, así que todo empezó de una manera más ingenua. Estábamos solteros y le dábamos el cien por ciento de nuestro tiempo para que el restaurante funcione. Hacíamos las compras nosotros, íbamos y veníamos mil veces por día. Nos ocupábamos de todo. Hasta que algunos años después quisimos formar nuestra familia. Cuando nació nuestro primer hijo, decidimos que la familia era súper importante, así que yo dediqué bastante tiempo a estar con Ian, mientras que Charlie se ocupaba más del restaurante. Después volví con todo. Pero después también vino nuestra segunda hija. Así fueron pasando los años, con todos los avatares de los cambios de personal, de los vaivenes económicos, las crisis, los desafíos y todo lo que implica tener un restaurante en la Argentina. Pero lo hemos llevado súper súper bien.
¿Cómo fue cambiando el concepto de la carta del bistró con el paso de los años?
Tenemos una carta súper corta. Un formato de seis entradas, seis principales y seis postres que se mantuvo así durante los últimos 20 años. En las entradas tenemos el patê, que nunca se pudo ir porque es una de las opciones favoritas. Pero siempre tratamos de tener una entrada súper fresca, otra de carne, un carpaccio, mollejas y algo de pescado. Tenemos quesos, por supuesto, y después los principales, que vamos regulando las carnes, generalmente hay alguna carne de caza o cordero; alguna carne roja, cerdo o jabalí, pesca, langostinos y pasta. Para las guarniciones nos guiamos principalmente por los productos de estación, que siempre están en su mejor versión en ese momento. Los postres cambian poco: la crème brûlée tampoco se puede ir nunca, el nougat glacé tampoco, y lo mismo con el fondant de chocolate. El volcán de dulce de leche también está siempre, y después tenemos algún postre frutal nuevo que va cambiando. Y los profiteroles. La verdad es que no ha cambiado tanto el concepto de carta desde que abrimos en aquella época, porque tratamos de mantener nuestra base clásica con algunos toques de autor. Eso no se ha modificado. Sí vamos incorporando detalles o alguna técnica nueva, a veces humo, a veces gel. Pero siempre en la medida que sea una tendencia que se justifique.
¿Cuál es la tríada gourmet que identifica a L'Atelier?
El pato es el eje fundamental del restaurante, y no hay muchos lugares que lo sirvan. También es el único plato que no desaparece nunca y en el menú están las dos piezas: el magret y el confit. Lo que sí varían son las guarniciones, a veces sale con membrillo, salsa de casis; otras veces con guarniciones saladas como papa o salsa de pimienta. Ahora, por ejemplo, está con unos repollos braseados, salsa de naranja y una tostada de verdeo. Pero justo estamos cambiando. Mandan las estaciones. También el patê, que es legendario en L'Atelier y sale en combinación con un pan bien especiado con mucha miel que hace de contraste y es memorable. Todos los que lo prueban lo aman.
¿Cuánto importan los quesos en la carta?
Plato de quesos tenemos siempre, nuestros proveedores son Piedras Blancas y Fermier, y estamos viendo si incorporamos alguno nuevo. Pero, la verdad, es que la gente no come tanto. Sí de entrada, pero no de final como se come a la francesa. En líneas generales, utilizamos los quesos para hacer diferentes elaboraciones, sobre todo en las entradas. Tenemos en la carta un brie caliente que servimos con un chutney de peras y un sweet chili de quinotos, por ejemplo.
¿Cómo se conserva a un cliente después de 20 años?
Tenemos algunos que vienen desde el primer día que abrimos, y que cada vez que llegan al restaurante nos recuerdan aquel momento. Después hay mucha gente que viene, por ejemplo, una vez por semana. Casi religiosamente. Hay una llegada directa, charlamos con cada uno de ellos y siguen viniendo porque, según dicen, comen rico y nunca los defraudamos. Que siempre cumplimos con las expectativas, y les gusta sentarse en L'Altelier. Clientes que valoran el servicio y la característica de la cocina francesa, que sabe elevar la sencillez de los productos a los sabores más refinados. Después hay clientes que no son tan habitués, que solo reservan cuando hay algún festejo importante, que pueden ser dos o tres veces por año. Eso pasa mucho con L'Atelier, como que lo tienen guardado para momentos especiales. Y a nosotros nos encanta, nos llena de orgullo. Ahora hay bastante gente nueva, una generación de treinta y pico más foodie, que le gusta mucho el vino y comer bien. Y bueno, nuestro cliente más top que nos visitó cuando éramos súper jovencitos. Además, era justo el día de mi cumpleaños. Llamó una persona y reservó una mesa para seis personas, y resultó ser que era el príncipe de Holanda, Guillermo, esposo de Máxima Zorreguieta y actual rey.
¿Cuánto cuesta comer hoy en L'Atelier?
El promedio del cubierto está en unos 25.000 a 30.000 pesos, cuando la gente comparte entrada, un principal cada uno y toma un vino. Un menú degustación, hoy, está alrededor de los 55.000, 60.000 pesos, con maridaje de vino incluido.