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No hay que poner alfombra roja, sino destruir obstáculos burocráticos

Nelson Fernández Salvidio Periodista, docente y escritor

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"Uruguay no es tan paradisíaco como lo ven los extranjeros, ni los otros países estarán tan mal" asegura el autor de la columna y completa diciendo "pero las miradas rápidas tienden a exagerar virtudes y defectos."

6 Diciembre de 2022 15.06

Cuando el Uruguay nació como Estado independiente y eligió su primer presidente, Fructuoso Rivera dio un breve discurso en el que destacó que aquella nueva república tenía condiciones para “llegar a ser una de las más felices del nuevo mundo” y aclaró que él no se consideraba “con la capacidad necesaria para promover su dicha y felicidad futura”, aunque sí ofrecía su “corazón” y la mejor disposición a trabajar por “la fraternidad y unión de todos”. 

Eso fue el 24 de octubre de 1830, hace exactamente 192 años. 

Aquello era más que franqueza: los gobernantes no pueden asegurar felicidad. Pueden generar condiciones para el mejor clima interno y el desarrollo, pero no decretan alegría. Eso rige para 1830 y para 2022. 

Pese a vivir en pleno siglo veintiuno, Sudamérica sufre expresiones políticas de demagogia, o de excéntrica adolescencia, e incluso de promoción de confrontación exagerada, para generar surcos artificiales entre unos y otros.

Los malos signos determinan que Uruguay tenga un diferencial positivo, con su estabilidad de partidos políticos que canalizan las diversas visiones de la sociedad, donde no corre la consigna de “que se vayan todos” ni el impulso de destruir. Eso genera oportunidades.

Actualmente, banqueros, asesores financieros y los principales estudios jurídicos reconocen que reciben cada semana consultas de empresas sobre las condiciones para radicar inversión: hay mérito de Uruguay, pero también es producto de vecinos con mala imagen, por lo que ese diferencial no dura para siempre. 

Ni el Uruguay será tan paradisíaco como lo ven los extranjeros, ni los otros países estarán tan mal, pero las miradas rápidas tienden a exagerar virtudes y defectos. Alcanza con saber que en Argentina creen que se pueden fijar precios por decreto y persisten en tener un tipo de cambio ficticio con otras fórmulas para calcular precios diferentes al dólar.

Mientras, Chile se fagocita un período de gobierno discutiendo cómo reformar la Constitución, con la expectativa generada en la sociedad de que una nueva Carta podrá achicar el coeficiente de Gini y adelgazar la panza de la curva de Lorenz.

No son los únicos casos: Sudamérica sufre deterioro institucional, descreimiento popular, agitaciones violentas, inestabilidad política y planes que destruyen inversión.

Uruguay mantuvo sus niveles de prima de riesgo financiero, pero como los otros empeoraron ha quedado al tope de la tabla. Y aunque los partidos políticos se enfrascan en debates duros, la convivencia pacífica refleja un espíritu republicano.

Uruguay no es un parque de diversiones mágico, ni es un complejo turístico de lujo para olvidarse de los problemas, pero ofrece un diferencial de estabilidad, de paz.

Vive el período de democracia ininterrumpida más largo de su historia (38 años) y los principales partidos se alternaron en el poder, con énfasis en su identidad, pero sin ánimo refundacional. Los dirigentes discuten duro, pero trabajan juntos en comisiones legislativas, comparten escenario en debates y se encuentran en lugares públicos, con saludos respetuosos.

Para aprovechar la oportunidad, Uruguay precisa corregir males que arrastra por décadas y que no que se vinculan a ideología, sino a malos hábitos: obstáculos que genera una red de burócratas que se sienten dueños de su oficina y quieren marcar el ritmo lento, suavemente ondulado de penillanura de escritorios, sellos, controles innecesarios y repetidos.

Los emprendedores chicos, medianos o grandes, sufren la misma enfermedad enquistada en el Estado, que no logran dominar presidentes ni ministros. No hay reformas legales que corrijan eso, ni manuales de procedimientos que agilicen; se precisa dinamitar las barreras inventadas y contar con una organización que detecte obstáculos y los destruya. Ni gradualismo, ni shock, bombardear obstáculos.

Los inversores quieren llegar, se acercan, y no es necesario empalagarlos con adulonería, pero sí quitarles obstáculos absurdos, eliminar trabas sin sentido y borrar todo trámite o ventanilla que sea un estorbo, lo que se ha establecido solo para justificar el asiento de un burócrata.
 

Por Nelson Fernández, periodista, docente y escritor

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