En 2011 vivía en San Pablo. Eran tiempos del boom brasileño, con el real fortalecido.
La sensación de riqueza relativa que da cobrar en moneda fuerte incentiva viajes y consumo en el exterior. Un día, en la oficina me encontré a un colega recién llegado de sus vacaciones en Miami, sumergido en una montaña de tickets de compras, una calculadora y expresión poco relajada.
Atiné a darle ánimo para el reintegro y comentarle que todo parecía indicar que había comprado mucho a precios convenientes y eso debería generarle satisfacción (aunque efímera). Se limitó a responder: Sí, amigo, pero barato más barato, es caro.
Con la proximidad de las fiestas tradicionales, hemos asistido a cómo se han expandido las promociones que prometen descuentos importantes: desde el ciberlunes que pasó a ser ciberdías hasta el black friday, campañas tentadoras para hacernos de bienes atractivos. Vivimos en tiempos de consumo. Y el consumo resulta un motor relevante de la economía, un factor dinamizador de la actividad.
En la estimación del Producto Interno Bruto de cualquier economía, por criterio de igualdad de las cuentas nacionales, todo lo que se ofrece en producción en un año es demandado.
¿Por quién? Por los gobiernos vía gasto público, por las empresas vía inversiones, por los mercados internacionales vía exportaciones netas, y por las familias vía consumo privado. De modo que el comportamiento de este último, en tiempos de restricciones fiscales y frente externo buceando en plena incertidumbre, pasa a ser pieza clave para el desempeño económico.
No fue 2022 un gran año para el consumo de los hogares en Uruguay a pesar de la oferta de incentivos. Influyó la lenta recuperación de los salarios en términos reales postpandemia, sumada a la fuga de consumo hacia el exterior, principalmente hacia Argentina por la diferencia de precios relativos.
Pero volvamos a la experiencia micro. A nuestras preferencias como individuos, a nuestras respuestas frente a determinados estímulos. A cómo nuestro cerebro toma miles de decisiones diarias, incluyendo la de comprar o no. La premisa central de la teoría económica es que la gente elige por optimización: de entre todos los bienes y servicios que podría comprar, la familia escoge la mejor combinación posible que se pueda permitir.
¿Es lo que sucede en la realidad? ¿Usted anda por las góndolas optimizando su función de consumo? Con más frecuencia de lo que creemos nos apartamos de procesos racionales y nos valemos de ciertos atajos mentales no racionales, llamados heurísticas, para saltar rápido a conclusiones que empujan a una decisión.
Por ejemplo, solemos concluir este artículo está barato al ver una etiqueta con dos precios, uno tachado con la leyenda antes y otro menor (ahora).
Este enfoque de la economía basado en el comportamiento humano (behavioral economics, con referentes como Richard Thaler o Daniel Kahneman, ambos premios Nobel), entiende que la clave en cualquier compra es la calidad percibida de la transacción. Si el precio de compra final es menor a lo que usted esperaba, habrá percibido utilidad en esa transacción y se sentirá confortable.
En este análisis hay un dato relevante: el precio esperado.
De algún modo, formamos expectativa sobre el costo de determinados productos y nos anclamos allí. Al visualizarlo por un precio menor, creemos que estamos ante la oportunidad de efectuar una compra conveniente. Este tipo de error sistemático constituye uno de los sesgos cognitivos más relevantes: el anclaje.
La sensación de satisfacción puede empujarnos a repetir la decisión sucesivamente, incluso con la adquisición de bienes o servicios que no necesariamente compraríamos o necesitamos. Como las cuentas se pagan por totales, es tan cierto como vigente aquello de barato más barato, es caro.
Entender el proceso de toma de decisiones no racional es clave, con un sinfín de utilidades. Podríamos diseñar una eficiente política comercial o un intento de estrategia personal para escaparle.